Con el sudor de su frente

Cuando su vida parecía condenada a la esclavitud, encontró la luz, luchó por su familia, dejó de ser iletrada… y hasta estuvo frente a frente con el 264° papa.

 

Texto y fotografías por LUIS PAUCAR TEMOCHE

 


CIUDAD DE PIURA
– No terminaba de entender. La última vez que Josefa se puso a pensar qué es lo que hizo, y de dónde sacó valentía para hacerlo –el reloj indicaba que el crepúsculo empezaba a caer–, un puñado de lágrimas se deslizó por sus mejillas; y no terminaba de entender. Lo único que recordó es que esa tarde soleada de mil 985, le dijeron que había sido elegida –de entre todas las mujeres que conformaban el campesinado– para entregar una ofrenda al Santo Padre en su visita a Piura.

 

La noticia la cogió desprevenida. Estaba tan nerviosa que, de inmediato, sus pies empezaron a temblar y un chorro de sudor, más o menos frío, merodeó su frente. “¿Cómo voy a ser yo, si soy una mujer del campo?”, se preguntó Josefa, que creía que todo lo que escuchaba, era broma. Estaba preparando el arroz y un estofado de res, cuando llegaron a darle aquella noticia: siete días antes de que un millón de personas inundaran el Campo Papal, en Castilla, al costado del aeropuerto Guillermo Concha Iberico (PIU).

 

“¡Chepa, felicidades, tú le vas a dar la ofrenda al Papa; eres la más indicada!”, le dijo el Padre. Vicente Santuc, que, esta vez, hablaba emocionado. Pocos días más tarde, Josefa estaba parada frente ante un mar de gente entregando a Juan Pablo II: un calabazo burilado, una carta elaborada por algún campesino de Mallares, un poto en que se sirve chicha y un sombrero de paja toquilla.

 

Le habían dicho en segundo lugar que nada más entregase la ofrenda y baje en seguida. Y Josefa desobedeció. Tan sólo inspiró un poco de oxígeno, apretó los puños, los soltó; inspiró otra vez, y le alcanzó a decir, señalando el recipiente que tiene forma de nalga: “Santo Padre, esto sirve para beber chicha”. Y el Papa le respondió, con la mano derecha en su mentón liso: ”La campesinita”.

 

Dos décadas y media después de convertirse en el símbolo de la mujer del campo, Josefa me dice que entregar aquella ofrenda “fue una suerte única, una cosa bella, hermosísima, comparable a nada. ¡Qué iba a imaginar yo, una campesina pobre llevando tan grande ofrenda al que, para mí, era Dios! ¡Estar cerca a él, imagínese, qué gran suerte!”, dice. Y después, se queda mirando el celaje débil que entra por su ventana.

 


“Doña Josefa”

Es martes, cuatro y media de una tarde eclipsada en Piura, mientras busco la dirección de Josefa.  Las calles legañosas del asentamiento San Pedro, que la vieron establecerse hace 33 años, me dan la bienvenida con nubes de arena y baches por todos lados. Aquí. Josefa Mena Villegas vive aquí. Y su casa es una construcción de primera planta, con paredes color ocre que, a simple vista, pasa desapercibida en la calle San Juan de Puerto Rico.

 

Nadie por aquí la conoce como Chepa. Todos le dicen doña Josefa Mena, y esas tres palabras imponen respeto. En la parte delantera hay un jardín: tres plantas de mango, cucardas, y demás ornamentales. Aquí Josefa vive con su nieta y su hija; y está a punto de cumplir 80 años. Por eso, después me dirá que tiene dos vidas: una buena y otra mala. Una desdichada y otra llena de fortuna. “Ojalá me acuerde. Son tantas cosas que tengo qué contar”…

 

La luz débil de esta tarde la deja quieta, permitiendo a un fisgón detenerse en sus rasgos: los ojos achinados, la nariz aguileña, el cabello recogido. Pecas. Un lunar en la frente, la piel de mujer golpeada por esa vida que llamamos dura, las manos celosas. Hoy, Josefa viste una blusa azul, una falda beige, y dos perlas en el lóbulo de ambas orejas. Siempre sencilla. Siempre sumisa.

 

“Qué íbamos a pensar tener estos trajes de ahora, si antes nos vestíamos con falditas de vichí”, me dice mientras hace dibujos imaginarios con sus dedos. Pero eso, como dice, fue antes. Ahora tiene 33 nietos y nietas, 50 bisnietos y bisnietas; y 5 hijos e hijas que sacó adelante a base de una sola cosa. El trabajo.

 

“Ufff. Fueron unos tiempos pero bien marcados”. Josefa Mena Villegas nació pobre. Su padre fue un arriero natural de Lancones, y su madre –siempre sonriente en las fotografías– una bajo piurana que migró a la hacienda “San Miguel” en busca de trabajo. Por esas casualidades de la vida, ahí doña María Villegas conoció a don Cruz Mena. Se casaron. Tuvieron cinco hijos e hijas, y una de ellas fue Josefa.

 

A los 7 años empezaría a trabajar arreando la piara, como le llaman al conjunto de burros y cerdos. Y a eso –dice– se debió su desdicha; se debió su mala suerte.  Sentenciada a esclava. Un trabajo. La única herencia que los padres podían dejar a sus hijos, aquellos tiempos, era un trabajo. De arriero, de agricultor, de sirviente. Con tal de ser un trabajo.

 

Josefa, sin embargo, aprendió a hacer de todo: lavó, cosió, cocinó, sirvió, apañó algodón, cultivó. Y no paró de hacerlo hasta hace dos meses, cuando dejó el Centro de Investigación y Promoción del Campesinado (CIPCA); donde aprendió a leer, y donde –de entre todas las cosas– se independizó económicamente.

 

“Si antes ganaba 20 soles al mes, ahora ganaba cien. Si antes era tratada como esclava, ahora era una muchacha libre” a la que la ciudad le parecía otra galaxia por un mal que no curó hasta que tuvo cuarenta y dos años: no sabía leer. “Con decirte que no entendía lo que era nada. Todo era distinto. Por último ni hablaba con la gente. Era feísimo. ¿Te imaginas: sin saber leer, y venir a una ciudad donde habían letreros? Era una extraña”.

 

La vida de Josefa fue, desde el principio, todo un desafío. “Tu hija también va a trabajar para mí”, le dijo el hacendado Calixto Romero a su madre, uno de esos días en que el sol dejaba ver sus rayos más escuálidos e incandescentes. Aparte de una vida dura, los padres de Josefa tenían un rectángulo de cultivos por el cual subsistían. Poseían, además, una casa que no parecía tal. Más bien, un rectángulo de quincha vacío de cosas. De muebles –apenas tenían un tronco de algarrobo para sentarse–, de artefactos, de paredes sin segunda mano, de piso, de cama.

 

“Nuestra cocina eran ollas de barro, a leña. Cuando terminábamos de comer, íbamos al tinajón a tomar agua”. No había té. La cena era un poco de cancha remojada en café, o, en el mejor de los casos, sopa de zarandaja con pescado salado. Por eso Josefa creció con la idea de que todo en la vida se tenía que luchar, aunque se padezca el sufrimiento de una esclava, aunque se pierda la dignidad. 

 

“Pero así era todo”.“Todo” significa que, por ejemplo, si no apañaba bien el algodón o no recogía la alfalfa, recibía un castigo que, en la mayoría de las veces, era un golpe fuerte. Pero tal vez lo que más la marcó fue no haber recibido una educación. Más tarde, se daría cuenta de que sus patrones –los hacendados Romero– no querían que estudie para seguirla teniendo bajo su poder.

 

Para ellos trabajaba en dos horarios: de seis a doce del día, y de dos a seis de la tarde. Por todo eso, recibía cuatro soles con ochenta centavos a la semana, lo que equivalía menos de veinte soles al mes. Así fue pasando su vida: Un año, y otro y otro más. Y su mayor preocupación, seguía siendo el no saber hablar ni leer ni entender. “Días de Dios pá, días de Dios má”, decía y más nada. Se aseaba. Tomaba desayuno. Y se iba a trabajar. Y no volvía hasta que las primeras luces de la tarde empezaban a caer.

 


Dos vidas

Josefa dice que tiene dos vidas. La primera llena de servidumbre y de maltrato. Y la otra –por la que ahora transita– llena de una alegría inexplicable. Hace un año nacieron sus últimos cuatro nietos y se alegra al recordarlo, aunque su intuición le dice que conocerá tataranietos.

 

Su primera vida –la peor– terminó a los cuarenta; y ahí mismo, empezó una nueva. Una luz, dice. “Te das cuenta: dos vidas. Cuarenta y cuarenta cada una”. La última comenzó con la Reforma Agraria de Juan Velasco Alvarado, en mil 969.

 

La Reforma permitió que, por primera vez –desde la invasión hispana (1532) – el campesinado peruano tuviera acceso a la propiedad de tierras. Los latifundios y haciendas fueron reemplazados por cooperativas agrarias. Y las campesinas ya no tenían que servir a los hacendados, ni apañar algodón, ni arar la tierra cuando el sol caía directamente en sus coronillas.

 

Josefa fue una de aquellas afortunadas, sobre todo cuando una mañana de mil 973 recibió la propuesta de entrar a trabajar como cocinera en el Cipca.”Y ahí fue la cosa. Yo acepté, pero no sabía qué cocinarles a los campesinos”. El primer plato que preparó fue saltadito de res. Después, se quedó sin más recetas. Al día siguiente preparó arroz, menestra y estofado. Los demás, fueron copia de un restaurante de la ciudad pues, por las noches, Josefa iba a Piura sólo para comer algún platillo y volverlo a hacer al día siguiente.

 

Hasta que una vez se hartó de todo. Y decidió combinar los ingredientes que tenía en bandeja. Tac, tac, tac, picó las presas. Prendió las hornillas, puso las cacerolas. Sazonó.

Y después de un rato, sirvió el horneado de gallina. Los campesinos la felicitaron.

 


Historias secretas

Josefa es reservada. Por eso, casi nunca ha dicho que conoce la Torre Eiffel, en París, Francia. Que ha subido hasta la segunda planta de la misma. Que también voló a España, a Granada, y Sierra Nevada. Y que, en suma, estuvo por toda Europa. Casi nunca lo ha dicho. Que fue a Mishquiaco, selva peruana. Que fue a Santa María de Nieva, Amazonas. Que hasta le da flojera seguir viendo su álbum de fotografías.

 

Que se hizo partera viendo a su abuela, y que atendió su primer parto a los 14 años. Que atendió a una vecina al borde de la muerte. Que ponía un cuchillo al rojo vivo en el cordón umbilical, para cortarlo. Que “así era antes”. Que luego se especializaría en breves charlas y atendería a toda la comunidad de San Juan, Piura. Que en plenas lluvias de 1983 –donde había muerte, escasez, hambre, frío, todo– atendió a su segunda paciente. Que en aquellas lluvias que sepultaban las fuerzas, comía yupicín,  un dulce de algarroba. Casi nunca lo ha dicho.

 

Que se sintió afortunada cuando, en uno de sus viajes a España, el primer hijo de un conde le cargó las maletas. Que no se lo imaginaba. Que “después de haber vivido pata pelada, pobre; el hijo de un conde llevándome las maletas… cómo es la vida”, dice. Que allá, en la España que sólo veía por televisión, presidía la mesa. Que fue una experiencia fuera de lo común. Que estar en un avión fue toda una epifanía. Que es reservada. Y que esto, casi nunca lo ha dicho.

 


Y la luz se hizo

Fue una de esas tardes en que se ponía a trozar la carne y a “chancar” los ajos para sazonar el arroz, cuando un padre jesuita se dio cuenta de que no sabía leer.”Señora, ¿por qué no nos ha comunicado?”, le interrogó el padre. Y Josefa se quedó muda, moviendo la cabeza.

 

“A partir de mañana, usted va a estudiar. Va a tener profesores. Luego de que cocine, va a coger cuadernos, va a estudiar”, volvió a hablar el padre, y esta vez Josefa tuvo miedo.”Dios mío”, se dijo ella, ”qué voy a aprender”. En el primer día de clases, Josefa no entendió nada. Y así transcurrió todo hasta que le enseñaron las vocales, el abecedario; a escribir papá, mamá: su nombre. No entendía nada. Pasó a primero de primaria, luego a segundo, y se quedó en tercero porque –“fíjate”– ya había aprendido todo.

 

“Cómo es la vida. Yo pensaba que no iba a aprender. Cuando uno no sabía leer, la vida era muda. Solamente vivíamos para trabajar, para ser esclavos”, alcanza a decir y se quiebra. Y una lágrima se asoma en la terminación de su ojo lleno de carnosidad. “Este sentimiento no pasará. Es una herida que está abierta. Todo lo que hemos sufrido… ¡Ay!, saber leer te da claridad, saber hablar, entender”. Un suspiro. Y otro.

 

“Antes los alacranes nos picaban, y amanecíamos con el brazo bien hinchado. Todo eso ha quedado bien marcado. Es una llaga que quiero sanar. Por eso lloro. Porque comparo mi vida. Esto es otro mundo”, dice y vuelve a suspirar. Como suspiran los que, al fin, han encontrado consuelo.

 

La teta gorda

La tarde empieza a caer en Piura. Son las seis; y una capa de luz apenas diáfana ha cubierto esta parte del norte del Perú. Lo oscuro, para Josefa, significa lo que se puede superar. Y efectivamente. Después de la vida dura, la violencia familiar la latigueó. Muy fuerte. Su primer esposo la dejó con dos hijos que ella mantuvo. Lo mismo pasó con los tres siguientes.

 

Pero hoy Josefa se alegra de que todos –menos la mayor– hayan estudiado algo. Roberto, por ejemplo, estudió soldadura; Jorge: tornería; Víctor: electricidad, y Gloria: enfermería. Sus estudios los pagó Josefa con el sudor de su frente, y ayudada por sus padres, que cada vez envejecían más. 

 

Los pagó ella, porque era una mujer que se desvelaba para encontrar lo que nunca le faltó. El trabajo. Un día, cuando fue a recibir su pago, un empleado –Benicio Morales– le dijo: “Chepa Mena, tú mamas teta gorda, porque te sacas la mugre trabajando en todo”. Y era verdad. Cuando entró a trabajar al CIPCA, lo primero que hizo, después de recibir su primer sueldo, fue comprar chompas, zapatos, y todo lo que sus hijos nunca habían tenido.

 

“Por eso se dice que madre es madre. Y si pues, los hijos son nuestro corazón, nuestra carne… todo.

 


Frente a frente

En la sala de Josefa flotan fotos cuando ella está en distintas ciudades, y un cuadro más o menos grande. Es, el que más aprecia. Es uno que está enmarcado con madera color nogal, y un vidrio prensado lo protege del mayor enemigo del asentamiento donde vive: el polvo. Es uno donde está el Papa Juan Pablo II cogiéndole el mentón,  y otro donde ella le pone la alforja entre sus hombros.

 

Es un cuadro donde ella está vestida con una blusa rosada, hecha de satén. En su cabello –un puñado de hilos milimétricamente peinados–: lleva una paneta de rosas rojas. Las trenzas, arrebozadas por unas dormilonas. Los pabilos, enhebrados en ellas. En suma, un traje de gala que mandó a confeccionar exclusivamente para ese día.

 

  • “Y dónde está ese vestido?”
  • “Lo regalé a una sobrina que iba a bailar marinera”.
  • “Y tiene algún otro recuerdo de la visita del Papa?”
  • “Sí, el Santo Padre me regaló un rosario de nácar, lindísimo”.
  • “¿Y dónde está?”
  • “Me lo robaron”.

 

Una noche no tan oscura de hace doce años, tres individuos ingresaron a la casa de Josefa, y la dejaron como la anterior: vacía. Le robaron los muebles, las cómodas, el televisor, el DVD, todo. Pero lo que más siente de esa pérdida brusca, es el rosario de nácar que le regaló el Santo Padre cuando ella le entregó la ofrenda, esa mañana del 4 de febrero de mil 985.

 

“Se lo sacó de su bolsillo y me lo dio. Ahí fue cuando me dijo ’ay, la campesinita’. Casi lloré. Siete días antes, Josefa estaba en la cocina del CIPCA preparando un estofado y el arroz, cuando la interrumpieron.”¡Chepa, le vas a dar la ofrenda al Papa!“ dijo el Padre Vicente Santuc, emocionado. Y, de inmediato, Josefa empezó a temblar. Pocos días después, subiría al estrado. Le entregaría la ofrenda al Santo Padre. Él le sonreiría, le regalaría un rosario de nácar que ahora sólo tiene en recuerdo. Y terminaría orgullosa.

 

“Con decirte que la gente me tocaba como si yo fuera Dios”. Bajaría del estrado casi ida. Y lo único que le quedaría de ese encuentro con el Sucesor de Pedro, serían dos fotografías que, juntas, forman un cuadro que ahora luce en su sala. Hoy lo ha vuelto a mirar fijamente. Y aún no termina de entender qué es lo que hizo ni de dónde sacó valentía para hacerlo.

 

Apenas alcanza a decir, con el rostro roto por la impresión: “Su cara era como porcelana, una belleza, ojos cristales, parecían dos bolas azules. Lo miraba y no paraba de mirarlo porque ¡Ay Dios mío!, era algo comparable a nada. Lindo”.

Le pregunto, entonces, si eso fue la cosa más importante que ha tenido en la vida.”Sí, es eso: el Papa me habló, me tocó mi rostro, fue maravilloso”, continúa. Y después vuelve a mirar el celaje que entra por su ventana: cada vez más débil, cada vez más canijo.

 

A continuación, la transmisión completa de la visita de Juan Pablo II a Piura, el 4 de febrero de 1985:



 

Agradecemos a Luis Lozada y Marlene Castillo por su colaboración para producir esta historia. © 2012 por la asociación Civil Factor tierra, a nombre de Luis Claudio Paucar Temoche. Todos los derechos reservados.

 

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