Un viejo suelto en el mar

En el mapa es más pequeño que una grajea, pero fue el refugio  de estrellas, probos pescadores, un príncipe y, en especial, de Hemingway.

 

Escrito y fotografiado por Luis Paucar Temoche

 



EL ALTO, Piura –
Todos se detuvieron a esperarlo cuando el avión empezó a descender sobre la pista del aeropuerto.  Una mañana de comienzos de otoño, el 16 de abril de 1956, Ernest Hemingway apareció sonriente a la puerta del avión Douglas DC-7B de la aerolínea Pan-American Grace, en Talara, una ciudad del noroeste peruano, con la elegancia de un turista que zarpa en busca de relajo.

 

Eran las siete y media de la mañana, y el escritor lucía una barba blanca de varios días; se había puesto un saco caqui a cuadros, una camisa azul que le quedaba entallada, y una corbata larga que acomodaba con cuidado cada cierto tiempo.  A ratos saludaba a los periodistas. “Ernest, Ernest, Ernest”, decían ellos y soltaban los flashes de sus cámaras antiguas. “Infló sus carrillos de conejo y volvió a sonreír”, dice Manuel Jesús Orbegoso en una de sus crónicas: “Todo fue sonrisas”.

 

Ventanas afuera, Cabo Blanco amanecía como de costumbre: con esa luz tierna que se enciende hacia el mediodía, y neblina espesa al filo del mar.  “(En Cabo Blanco) había de todo”, dirá un poblador. “El mar era muy generoso”.

 

Después de un viaje al África, a miles de kilómetros de allí, a Hemingway ahora le tocaba cruzar el mundo otra vez. La vida de viajero. El viejo Miller, esa mañana, había llegado con su esposa Mary Welsh, desde Miami, Florida, atravesando una porción de continente americano hacia el sur.

 

Un sábado por la mañana, dos días antes, un personal técnico de la Warner Brothers había llegado a Cabo Blanco para instalar sus equipos y armar la escenografía de la película El viejo y el mar. En esa playa al norte de Talara, se iban a rodar unas escenas del film de la obra que publicó por primera vez en la revista Life en setiembre de 1952, y con la que se hizo ganador del Premio Pulitzer un año después.  Ernest Hemingway seguía entonces los pasos medidos de una aeromoza rubia enfrascada en un vestido escueto.

 

El escritor sabía que en esa playa se podía capturar merlines negros como el que describió en su novela, porque en Cabo Blanco, le habían dicho, se practicaba la pesca de altura. Un día de verano de 1953, tres años antes de su llegada, la novedad era que el estadounidense Alfred Glassell Jr. pescó el merlín negro más grande del mundo en esta playa. “¡Qué animal!”, grita ahora en inglés la leyenda de una foto a blanco y negro.  El animal pesó unas mil quinientas sesenta libras, el peso promedio de una ballena gris recién nacida.

 


No las sigo; me siguen

Ernest Hemingway tenía entonces 56 años, tres mujeres a las que había dejado, dos premios en su espalda, y una fama envidiable. Y era la primera vez que volaba hacia Sudamérica (el Perú fue el único país que visitó).  Ese día, apenas descendió del avión con una sonrisa larga y calculando sus pasos, Hemingway saludó a los periodistas con lacónica gentileza: “Hola colegas”, les dijo.

 

El escritor hablaba un español perfecto. Tenía una gran afición al mar y al whisky, pero nunca a su presencia. “Prefiero no verme en el espejo”, diría carcajeando. Ernest Hemingway proclamaba que siempre había tenido suerte; que los periodistas como él, tenían que aguantar tanto que sólo los podía calmar la bebida; que la muerte era una prostituta que quería acostarse con él; y que las grandes aventuras llegaban a buscarlo.  Él nunca las perseguía. “Llegan solas”. Eso dijo en la conferencia de prensa después de abandonar el avión de cuatro motores en que había llegado ese día de abril.

 

La película estaba dirigida por Jhon Sturges, y nadie imaginaba que sería un fiasco: pasan cosas similares en la vida del escritor: ninguna toma realizada en Cabo Blanco sería incluida.  Ernest Hemingway había llegado también con Enrique Pardo Heeren, el fundador del Fishing Club de Cabo Blanco, y el capitán Gregorio Fuentes. Ellos lo acompañarían en su aventura, salvo el fundador del club de pesca.

 

¿Qué significaba entonces el mar para Hemingway? Hurgar en su vida es encontrarse con una colección de heridas. El mar pudo ser acaso ese depósito donde podía encontrar paz. Tranquilidad interior. “No se puede mentir ante él”, decía Hemingway. Y sus estudiosos ahora dicen que mendigaba amor por todos lados; había tenido una infancia perturbada: su madre lo maltrataba y lo vestía como niña, llovían las críticas malas hacia sus obras, y sus planes, dicen, siempre terminaban estancados. La típica vida aventurera. Insiste en pegársele la etiqueta de anormal, aunque él no hubiese querido.

 

Desde la pista estrecha que conduce a Cabo Blanco, el paisaje sólo es un puñado de árboles flacos con sus ramas secas, tierra huraña hasta el punto que parece un gran bloque, y un cielo tan azul que no admite nubes. El auto avanza con un empecinamiento de luto que no adormece, mientras algunos pasajeros sueltan un escupitajo por la ventana del bus que ahora es un punto perdiéndose entre el polvo, la soledad y el desierto gracioso. La pista se ve diminuta, tan monótona que invita al sueño.

 

Aquella mañana de abril, ya en el aeropuerto, los neumáticos de una camioneta sorprendieron de pronto con un ruido taladrante. Después de concluir con la conferencia de prensa, Ernest Hemingway se puso en pie, se acomodó sus cabellos plomos revueltos por el aire, y caminó hacia el auto diciendo con abreviada amabilidad: “Muchas gracias colegas, eso es todo”.  El escritor llegaría una hora después a Cabo Blanco, hacia las diez de la mañana, se hospedaría en el Fishing Club —en la habitación cuatro—, se vestiría con un polo a rayas y una bermuda y un gorro blanco, y así, listo, salió a pescar en su primer día de sol.

 

Hoy Cabo Blanco ya no aparece en las rutas de pesca mundial, pero entonces tenía el poder de atraer a los mejores pescadores deportivos y a gente como Marilyn Monroe, Jhon Wayne, James Stewart, Gregory Peck, Cantinflas, el príncipe Felipe de Edimburgo, el torero español Luis Miguel Dominguín, Leonardo Di Caprio, Cameron Díaz, Salma Hayek o Ricky Martin.

 

“Cabo Blanco ya perdió esa fama que tenía antes, ahora es una playa que está tratando de recuperarla”, dice Juan Chávez Rondoy, sentado en una mesa del restaurante que administra. El ex teniente alcalde del distrito pesquero parece resignado. Antes, los merlines negros eran los más preciados en el mundo, y ahora la gente de la playa se contenta con ver peces diminutos o medianamente grandes. “Los extranjeros se venían desde sus países para pescar aquí”, continúa, “hoy ya no, será cuestión de la naturaleza seguro”.

 

Al restaurante donde conversamos esta mañana de principios de junio ingresa una luz amarilla y puede verse un cachete de mar que se estrella en las piedras sin reparo. Son las nueve de la mañana, y a esta hora la playa de Cabo Blanco resplandece sin ningún turista.

 


Alojando memorias

Para llegar al Fishing Club, hay que emprender una breve caminata desde el centro de Cabo Blanco. El lugar donde se hospedó el escritor está en una montaña de tierra reseca, suelo caliente, y provocadora de unas gotitas de sudor que trotan de la frente a la ceja. El trayecto hasta el lugar solo es tierra, más tierra, una pista delgadísima, otra vez tierra, la pista que continúa en una curva, tierra, y finalmente la construcción vieja y solitaria.

 

El Fishing Club no está reconocido entre los hoteles del mundo que pisó el escritor. Casa Burguete, por ejemplo, donde estuvo sólo unos días, es ahora un museo muy concurrido. En Pamplona, España, hay un monumento de piedra en su honor. En Florida está su escritorio. En su casa de Key West, viven más de sesenta mascotas; son unos gatos gordos y tiernos, hijos de los felinos mayores, que pueden ser vistos por los turistas mientras se pasean conociendo más sobre la vida de su dueño, Hemingway.

 

Fotos por aquí, fotos por allá. En el camino al Fishing Club solo hay viento, tierra inquieta y más sol. Un sol que parece hacer grietas en los cerros y que le confiere cierta dificultad al trayecto. Entrar al Fishing Club al mediodía es como visitar una casa de terror  –de noche debe parecer un lugar con efectos paranormales: el fantasma del viejo Miller debe andar por allí–, sólo que el piso es pura loseta rectangular y de madera.

 

En la habitación cuatro, donde él se hospedó, hay un olor propio de las cosas antiguas, unas paredes blancas y tristes que alguien se encargó de pintar después de que toda la sala alguna vez fuera color almagre. Hay estanterías llenas de polvo. En la primera planta del hotel, hay una piscina sin agua. La mesa donde se servía el whisky también está bajo años de olvido. De la administración, solo quedó un mueble color nogal.

 

Si quieres llegar a la habitación donde estuvo Hemingway, debes entrar por la puerta donde hay unas letras pegoteadas, caminar de frente, doblar a la derecha, y luego a la izquierda: la habitación del escritor está en la primera planta.

Donde debería estar un merlín negro disecado de casi cuatro metros, el mismo que capturó Alfred Glassell Jr en 1953, no hay nada. Y finalmente, en una esquina, adherido a la pared, asoma un recorte de periódico escrito en francés que dice “C'est le club de pêche exclusive du Cabo Blanco”, este es el exclusivo club de pesca de Cabo Blanco, “Ici sont divertis de nombreuses célébrités”. La prueba de que todo este lugar alguna vez fue exclusivo.

 

La llamaban Miss Texas y fue la embarcación en la que el escritor recorrió el mar de Cabo Blanco. Era grande, blanca –por dentro parece de juguete: una caja color nogal, con mesitas, y asientos bien ordenados–, majestuosa como esos tiempos.

 

Mary Welsh, en cambio, andaba en el lujoso yate Pescadores II. El viejo Miller siempre conversó amable. Habló de su manera de escribir, de sus aventuras, de la “puta muerte”, como decía, y de su obra que se filmaba en la playa. Era sencillo, según dicen. Rompió ese glamour en el que estaban envueltos los famosos que llegaban a Cabo Blanco.

 

Un día, el 21 de mayo de 1956, Ernest Hemingway se sentó a escribir una carta a Marlene Dietricht, su musa, esa actriz y cantante alemana de cabello rubio ondeado y cortito, piel tersa color pan, y cigarrillo infaltable entre los dedos. La historia entre ellos tiene mucho romanticismo. Un joven Hemingway la había conocido en un crucero a bordo del Ile de France, veintidós años atrás, y desde entonces comenzó a escribirle hasta su suicidio.

 

Cuarenta y siete años después de ese envío, un día de 2003, María Riva, hija de Marlene Dietrich, donó a la biblioteca de Boston, treinta cartas que Hemingway le había enviado a su madre. Allí estaba la remitida desde la playa de Cabo Blanco. ¿Qué misterio guardaba la fecha? A los periodistas, el escritor les habría dicho que se iba a quedar sólo un mes. Los pobladores, sin embargo, no sabían cuánto tiempo.

 

Las personas que lo atendieron coinciden en una cosa: que estuvo más de treinta días, ¿pero cuántos con exactitud? “A mí me dijo que quería quedarse más tiempo”, dice un pescador  que salió al mar con Hemingway. A él le alegraba saber que, desde entonces, a la playa empezaron a llegar personas que querían saber más cosas acerca de la visita del escritor: empezaron a hablarles de la pesca deportiva, de los merlines, de la película que allí se filmaba, y de lo que ocurrió en el mar cuando pescaron con él.

 

“¿Cuánto tiempo se quedó por acá Ernest Hemingway? Más de treinta días”, respondían los pobladores. Fueron, en realidad, treintaiséis.

 


Y se hizo el mito

Una colección mágica de heridas síquicas. Un conjunto de caídas, o acaso un cúmulo de horrores. Esa podría haber sido la vida de Ernest Hemingway, que nunca pudo ser normal. Su personalidad es tan irregular como el mar. A veces, uno se da cuenta de que nada tiene sentido en la vida de este escritor. Que los genios, después de todo, siempre deben dejar una vaga sensación de vacío para empezar hacerte falta.

 

¿De qué vale escuchar a los pobladores que atendieron a Hemingway?, entonces unos dirán que ellos ya están viejos y que cada vez inventan más cosas. En Cabo Blanco aún viven tres de esas personas. Máximo Jacinto Fiestas, el que ponía la carnada, la trampa de los merlines negros (esos gordos animales que eran la atracción de esta playa que alguna vez apareció en las rutas mundiales de pesca deportiva). También Rufino Tume, capitán de uno de los yates; y Pablo Córdova Ramírez, un hombre de lentes redondísimos que le preparaba los tragos al escritor.

 

Los tres lo recuerdan. Han mitificado la visita del viejo Miller. Al fin y al cabo, Ernest Hemingway no pudo ser más que eso: una huella indeleble.  Son las cinco de la tarde de un día de principios de junio, y hay un partido de fútbol —las calles están vacías salvo un paradero donde algunos esperan taxi—, las barcas siguen meneándose sobre el mar, y unas aves blancas vuelan en un cielo recortado.

 

Cabo Blanco volverá a amanecer como de costumbre: con esa luz tierna que se apaga con los rayos del sol. Pasarán unas horas antes de que el cielo ya no sea color cielo sino una capa granate rasgada de tonos amarillos, naranjas, algunos lilas. Ahora, en cambio, todos están pegados a la pantalla de un televisor que transmite el partido de fútbol.  Nadie se permite un sueño con leones marinos. 

 

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